martes, 17 de septiembre de 2013

Cultura clásica: un campo de ruinas encantadas (I)






Es un tópico feliz ese de que nada es lo que parece. Su verdad queda tal vez más clara si lo desarrollamos un poco: no es que las apariencias engañen; es que no dicen toda la verdad.

            ¿Dijiste media verdad?
            Dirán que mientes dos veces
            si dices la otra mitad,

como escribió don Antonio Machado.

Imaginemos, por ejemplo, en mitad de un campo de Extremadura, un paisaje de piedras (ni seis ni ocho: siete) que asoman entre la tierra y la hierba, entre campos de cultivo y pastos, uno de esos donde el viento, según dice el poeta, escapa a sus insomnios, silbando en la noche su enigmática melodía.

¿Por qué nos resultan tan sugestivas las ruinas, los restos de otro tiempo en que la vida pudo ser de otro modo? Siete piedras mal dispuestas, solo es eso y nada más, podría decir el viajero. Y siete piedras son, la ruina de un propósito, casi nada: del mismo modo que un iceberg puede ser una pequeña elevación de hielo que flota sobre las aguas. Pero, ¿qué hay debajo de ellas? Lo que vemos, nos dicen los estudiosos, es algo menos de un tercio (20%) de la inmensa montaña de hielo que las olas arrastran de aquí para allá. Sin embargo, es la parte invisible la que fundamenta el iceberg, la raíz de la que brota su arquitectura helada.

Hay algo seductor en esa imagen de algo que emerge sin aviso de la tierra o de las olas, trayéndonos el recuerdo de una Atlántida, de un mundo que ha estado oculto muchos años, pero que de repente se demuestra más duradero y resistente que la arena o las aguas que lo sumergieron (parecía que para siempre) en el olvido.

Muchos de vosotros conoceréis la historia de El señor de los anillos: habréis oído hablar de la película, habréis tenido la suerte de verla, y algunos la suerte todavía mayor de perderos (y encontraros) entre las páginas del libro de Tolkien.

Pues bien: hay una relación muy directa entre este libro y la historia que estoy intentando sugeriros, lo que hay detrás de ese nombre, Cultura Clásica. El propio Tolkien nos la contó en una de sus cartas.

Resulta que JRRT (John Ronald Reuel Tolkien) era profesor de inglés, de lengua y literatura inglesas, en la universidad de Oxford: en realidad, enseñaba anglosajón, una forma medieval de inglés. Cuenta una cosa que todos los profesores hemos vivido: que dar clase es una de las experiencias más bonitas que se puedan tener; pero en cambio corregir exámenes es un aburrimiento de los que ponen a prueba a Job y a su madre. Por eso, cuando se encontraba un examen en blanco o casi en blanco, en vez de maldecir al estudiante por lo poco que había trabajado, respiraba con alivio. Y a menudo pasaba que la hoja en blanco del examen empezaba a darle ideas, cosas que se le ocurrían y que él mismo no terminaba de comprender. Por ejemplo, un día, le dio por escribir en una de esas hojas: En un agujero en la tierra vivía un hobbit…

¿Qué es un hobbit?, preguntaréis. Y eso mismo se preguntó Tolkien. De esa frase enigmática y del intento de responderla salió la novela El hobbit, una de las historias más hermosas y absorbentes que se hayan escrito jamás.

La historia que hay detrás del resto de su obra tampoco tiene desperdicio. Tolkien cuenta que un día se le ocurrió de repente una frase en la lengua de los elfos, en élfico, una lengua que hasta entonces él mismo ignoraba. Traducido al castellano la frase dice: Una estrella brilla en la hora de nuestro encuentro. Pero suena mucho más bonito en élfico: elen síla lúmenn’ omentielvo.

Sucede que, como todo el mundo sabe, los elfos, lo mismo que los duendes o las hadas, no existen; tampoco la lengua élfica. Así que Tolkien tuvo que inventárselos ambos, a los elfos y al élfico; y tuvo que imaginar también en qué momento, en qué situación, pudieron algunos elfos, o personas que hablaban élfico, llegar a decirse esas palabras tan hermosas. La historia que cuenta cómo se llama El señor de los anillos.

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