martes, 18 de septiembre de 2012

Manos arriba: esto es un sueño


De toda la memoria, solo vale 
el don preclaro de evocar los sueños. 
(Antonio Machado)

Pues sí: acertaron los que pensaron (porque decir, no lo dijeron) que uno de esos tres corazones del surrealismo, al que vamos a dedicar las actividades del primer trimestre, es el sueño y sus parientes diurnos: el trance y el automatismo.

El sueño tiene muchas capas. Empecemos hoy a pelar una de ellas.

¿De qué peso nos libera el sueño? 

Whenever I want you, 
all I have to do 
is dream. 
(Everly Brothers)


Sabemos por qué dormimos. Seguimos sin saber por qué soñamos. Dormimos para descansar: economizar fuerzas. Pero se ha comprobado que no nos sentimos realmente descansados si no hemos soñado.

Sigmund Freud alcanzó la fama con un libro sobre los sueños: La interpretación de los sueños, publicado en 1900. La tesis de este libro es que soñamos para cumplir nuestros deseos. En sueños, somos más sinceros con nosotros mismos que despiertos: admitimos con más facilidad que deseamos algo, aunque la ley o la moral nos lo prohíban. Pero incluso en sueños hay una parte de nosotros que, con un ojo cerrado y el otro abierto, vigila que las cosas no se salgan de madre (y que hace que nos despertemos cuando perdemos el control).

Para burlar esta censura, nos hacemos una trampa a nosotros mismos: cada vez que va a aparecer algún elemento realmente problemático, lo sustituimos por otra cosa que se le parece o está en relación con ella. Así, deseamos matar a nuestro padre, pero soñamos que matamos a nuestro jefe, al presidente del Gobierno, a un carcelero que nos tiene presos, al recaudador de Hacienda, a Angela Merkel, al árbitro, al profesor que nos suspendió en septiembre…

El sueño está por eso lleno de símbolos: lo mismo que la poesía y la pintura. Las cosas son lo que parecen ser, pero al mismo tiempo son otras cosas que solo se insinúan. Un ejemplo:



Portada de Jamie Keenan para el libro de Nabokov

Hoy no tenemos tan claro como Freud que los sueños cumplan siempre nuestros deseos. Otras veces parece más bien que cumplen nuestros temores. (Por eso los llamamos pesadillas.) Pero no cabe mucha duda de que nuestros deseos y temores son, en efecto, el material de nuestros sueños: como lo son de nuestros pensamientos conscientes. Lo contrario sería pensar que soñamos con cosas que no van con nosotros, que no nos interesan y conciernen; lo cual es falso.

Una teoría que se ajusta quizá mejor a los hechos sería esta: el sueño es una suerte de digestión de lo que nos preocupa. Parte de esa digestión pasa por cumplir lo que deseamos y no hemos podido llevar a cabo: por ejemplo, hablar en sueños con una persona querida que ha muerto, con la que ya no podremos hablar nunca si no es de este modo. Pero también forma parte de la experiencia el revivir experiencias intensas, gratas o no: repasar cuestiones que no hemos resuelto, sondear abismos en los que tememos no hacer pie.

La pesadilla que nos hace despertarnos no sería, pues, un castigo de la censura sino un corte de digestión: hemos topado con algo tan doloroso o terrible que aún no somos capaces de manejarlo.

Podemos pensar en el sueño como un parque temático cuyas atracciones son nuestros ‘asuntos no resueltos’: ya se trate de recuerdos traumáticos (o simplemente muy intensos), de deseos que exigen que hagamos algo con ellos o de temores que nuestro inconsciente cree fundados.

Un hecho interesante que señaló Freud es que en los sueños siempre hay (o al menos suele haber) algún elemento tomado de la experiencia cercana: cosas que nos han pasado ese mismo día, o poco antes, y que a menudo no tienen, por sí mismas, demasiada importancia.

Es como si nos hubiéramos quedado dormidos dándole vueltas a alguna minucia: algo que hemos visto en la tele o nos han comentado en clase, una canción que sonaba en el interior de un bar por cuya puerta hemos pasado de largo. El guionista de nuestros sueños toma este detalle mínimo y procede a enredarlo con otros asuntos de más enjundia.

El detalle es, por tanto, un punto de partida, y en cierto modo una excusa. Es como cuando vamos a tener una bronca con nuestra pareja, con nuestros padres o hermanos o con un amigo muy querido, y la conversación se inicia de manera inocente, con un asunto menor que, sin embargo, poco o poco se lía y acaba dando lugar a que se plantee la cuestión que debemos (pero quizá no queremos) abordar.

También se puede comparar este pequeño detalle, en una clave más positiva, con el hallazgo de un elemento cualquiera que carece de importancia por sí mismo pero al entrar en contacto con él nos envía, como un enlace de la Red, a una página importante de nuestra memoria. Por ejemplo, estamos en un todo a cien, en un chino, y topamos con un juguete (¿una canica? ¿una pelota?) que nos recuerda nuestra propia infancia. (Marcel Proust sabía de estas cosas: si algún día tienes curiosidad, pídele que te convide a una de sus magdalenas.)

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